Los
dioses antiguos copulaban entre si: Afrodita con Hefesto, su marido, y con
Ares, su aguerrido amante, Perséfone estaba liada seis meses al año con su tío
Hades, Apolo presidía el coro de las Musas, y supongo que, si no era tonto, sacaba
partido de esa posición preeminente y Zeus, a pesar de casado con su hermana
Hera, le era infiel todo lo que podía con otras diosas, ninfas, princesas y mozalbetes
de buen ver. En India lo de la cópula alcanzó categoría literaria y todas las
variedades imaginables de nexos fueron esculpidas en las paredes de sus
templos. Los dioses antiguos eran, por lo tanto, dioses copulativos. Lo mismo
que los humanos y las humanas, que dedicamos buena parte de nuestra vida a
buscar la coyunda, a suspirar por la posibilidad de coyunda, a lamentarnos por
la coyunda perdida o a hablar con los amigos de lo bien que coyundea esta, esa
o aquel. Vamos, que los dioses
griegos eran un espejo del
comportamiento humano y no tenían problema en mezclarse con nosotros por ver si
copulaban.
Pero
esos dioses copulativos jugaban con ventaja: eran eternamente ricos, jóvenes y
guapos. Tres cosas que en los seres humanos rara vez se dan juntas: cuando uno
es joven y guapo suele no tener un duro, y para cuando lo tiene se ha convertido
ya en un viejo poco o nada deseable. Además, al no hacerse viejos, no sabían
nada de impotencias, menopausias y desganas que suelen traer el peso de los
años a los hombres.
Los
dioses copulativos no poseían el don de la ubicuidad; podías invocarlos y ellos
no hacerte ni caso porque estaban de veraneo en Etiopía, donde acudían a
banquetes y en busca del sol, quitándose con ello el moho de los largos y
nevados inviernos del monte Olimpo, donde, por otra parte, cada uno tenía su
palacio, hábilmente construido por Hefesto.
Al
gastar tantas energías en cópulas, viajes y banquetes, los dioses de los
griegos no se preocupaban demasiado por los humanos y viceversa. Es verdad que
los antiguos eran muy supersticiosos y creían en los dioses, pero la relación
estaba establecida desde siempre en base a unas oraciones y unos ritos muy
precisos. Entonces uno que quisiese algo de los dioses se dirigía a ellos más o
menos así: “Óyeme tú, el del arco de
plata (Caso quisiese demandar algo de Apolo), soy Diceópolis, hijo de Jantipo el de Acarnania (Nombre y
filiación del suplicante), acuérdate que
te he hecho tantos sacrificios, que he colaborado en la construcción de tu
templo o que te he levantado una estatua, etc. (Aquí el suplicante menciona
todo lo que haya hecho por el dios). Ahora
preciso tu ayuda para (Y se pedía lo que fuese), por lo tanto concédemelo”. El toma y daca de toda la vida, el do ut des: yo te he dado antes, dame tú
ahora.
Con
los dioses posteriores, solitarios, lejanos y con barba, como ya no eran
copulativos sino subordinativos, las cosas cambiaron notablemente. Por ejemplo,
tú te pasas toda la vida haciendo ayunos, penitencias, confesiones,
peregrinaciones, limosnas y otros sacrificios y, a lo mejor, después de muerto,
entras por el culo de la aguja que conduce al cielo.
A
los dioses griegos no les preocupaba demasiado el futuro de sus administrados.
A los nuevos dioses sólo les preocupó justamente eso. Y eso se debió a la falta
de cópula, a la soledad y al aburrimiento. Se aburrían solos en el desierto y
decidieron observar y controlar la conducta de los hombres y, claro, obtuvieron
tanta información que se hicieron omnipotentes, ubicuos y subordinantes.
Y
la subordinación a ellos debida tomó matices diferentes porque sus mensajes a
los hombres comenzaron a ser condicionales (Si haces A, obtendrás B),
concesivos (Aunque hagas A, no obtendrás B), causales (Porque has hecho A,
obtienes B), finales (Para conseguir A, tienes que hacer B), consecutivos
(Tanto has hecho A, que ahora recibes B) y así todas las modalidades de la
subordinación adverbial.
Y
claro, el mundo cambió mucho. Porque ahora tenemos que estar siempre pendientes
de los que hacemos, decimos o pensamos. Y también de lo que no hacemos, no
decimos o no pensamos porque existe el pecado por omisión. ¡Qué perversidad!